martes, 6 de febrero de 2018

Siempre es un placer leer a Cortázar


Conducta en los velorios



[Cuento - Texto completo.]
Julio Cortázar


    No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

    En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado.Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas.Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco.Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

sábado, 3 de febrero de 2018

De mi estimado Marin Kohan

UNA PENA EXTRAORDINARIA


Mañana, al amanecer, voy a ser ejecutado. Aquí, para peor, consideran que el primer albor que comienza a verse en el horizonte es ya el amanecer, sin que haga falta esperar a que el sol aparezca en el cielo. Por eso, presumo, establecieron las seis en punto de la mañana como hora exacta para proceder a mi ejecución: a esa hora (estamos en mayo) no va a ser cabalmente de día; más bien va a estar, como se suele decir, clareando. Para cuando sea de día. cabalmente de día. yo voy a estar muerto.
Nadie dice, desde luego, que mañana, al amanecer, me van a matar. Dicen, a veces, que me van a ajusticiar (es decir, que me van a aplicar la justicia; pero también a quien es declarado inocente, siempre y cuando lo sea y no se valga de un falso ardid para parecerlo, se le aplica la justicia, y pese a ello, no se dice de él que lo ajusticien). Lo que casi siempre dicen, como yo lo he dicho recién, es que me van a ejecutar, y lo que me gusta de la expresión (de la expresión, no del hecho) es que cuando se habla de una cosa, no de una persona, cuando se dice que hay que ejecutar algo, y no a alguien, la idea es la de hacer esa cosa: crearla o concretarla. Aplicada a mí, en este caso, la palabra adquiere el sentido exactamente contrario.
En una celda estrecha y banal, una celda que no es ni siquiera aquella en la que pasé los meses que demoró mi proceso y que llegó a tener, inesperadamente, algo que ver conmigo, no hago otra cosa que esperar que el tiempo pase. Estoy sentado en el camastro de metal, fumando; a través de los barrotes y del cerrojo veo al guardián ir y venir. No tengo ganas de hacer nada. Dentro de seis horas voy a ser ejecutado (acaban de dar las doce: hoy ya es el día de mi muerte). Lo más extraño de todo es la forma en que se ha transformado mi noción de futuro. Podría tratar de dormir, pero me parece inútil hacer algún esfuerzo por dormir cuando dentro de un rato voy a entrar en lo que la expresión vulgar, e incierta, denomina el sueño eterno. Podría tratar de leer algo, pero tendría que ser algo breve: si empezara a leer una novela ahora, no llegaría a terminarla.
De manera que estoy aquí, en la celda, recostado contra la pared, los pies colgando, sin hacer nada. Espero y dejo que el tiempo pase, pero la verdad es que no podría no esperar (para no esperar tendría que suicidarme, pero son ellos, y no yo, los que deben encargarse de la ejecución), ni podría tampoco evitar que el tiempo pase. Fumo, eso sí, y veo pasar al guardia, de un lado para el otro, por delante de la puerta de mi celda: primero nada, después su sombra, después él, después su sombra, después nada; y después lo mismo, de nuevo, pero desde el otro lado.
Mi guardia, el que ahora es mi guardia, mañana, al amanecer, es decir dentro de seis horas, va a ser probablemente mi verdugo (considero verdugos a los que me van a llevar hasta la cámara, me van a hacer pasar, me van a hacer sentar en una silla, me van a atar las muñecas y los tobillos con poderosas correas, me van a palmear, van a salir de la cámara y van a cerrar con toda firmeza una puerta gruesa e indudable: esos serán, para mí, mis verdugos, y no el que se ocupe de bajar la palanquita para que la corriente me atraviese). Este guardia, como toca a todo guardia, ahora me vigila, me custodia: vela por mí. Mañana, sin dejar de ser mi guardia, va a convertirse también en mi verdugo, y con el mismo aire sereno e indiferente con el que ahora me cuida, mañana me va a matar.
Siento un poco de frío y me cubro las piernas con una manta gris que hay a los pies del camastro (nadie podría suponer que un trapo tan corto vaya a servirle a alguien que quiera taparse con él para echarse a dormir). Lo único que se oye es el tintineo de las llaves que cuelgan, como es propio de todo carcelero, de la cintura del guardia; sus pasos, en cambio, son silenciosos, probablemente tenga suelas de goma y sea eso lo que da la impresión de que algo falta a su taconeo enérgico y regular. Camina con las manos cruzadas detrás de la espalda, como si estuviese reflexionando sobre algo, cosa que dudo; sabe que lo miro cada vez que pasa por delante de la puerta de barrotes, pero él nunca me mira a mí. Debe creer que, si me mira, voy a hablarle, que algo voy a decirle, y entonces él tendría que contestarme o dejarme sin respuesta, y como mañana, cuando salga el sol, yo ya voy a estar muerto, mi guardia seguramente preferirá no haber estado conversando conmigo; pero tampoco se sentiría bien, y de ahí su ajenidad, dejando sin respuesta a un muerto inminente como yo. Entonces va y viene sin hablarme y sin mirarme, para que tampoco yo le hable, y si en algún momento piensa en mí, ha de sentir deseos de que de una vez por todas empiece a amanecer.
Hasta entonces, sólo queda esperar, y nadie supone que vaya a pasar nada. Algo pasa, sin embargo: de pronto suena un timbre. Mi guardia le avisa a otro, a quien yo no alcanzo a ver, y ese otro habla por un teléfono o un intercomunicador o lo que sea. Oigo palabras sueltas de su voz confusa y distante. Pasa un rato y mi guardia se aparta de la línea monótona de su deambular; ahora sí se oyen pasos, y otra vez ruido de llaves, pero no el tintineo de las llaves que cuelgan y chocan entre sí, sino el chirrido que hacen cuando abren y cierran puertas.
Es un funcionario: viene a verme. Entra en la celda, por lo que mi guardia, en lugar de retomar su ir y venir, se queda plantado frente a la puerta (mira al piso: es su forma de vigilar la escena en general, sin que parezca que se inmiscuye en la tarea del funcionario). El funcionario me da la mano, me dice su nombre, me pregunta como estoy. La mano se la doy floja, su nombre lo olvido y a la pregunta, por absurda, la paso por alto. Pero es evidente que no hay nada que pueda quebrantar su amabilidad a ultranza: es parte de la política de humanización de las ejecuciones. Quieren demostrar que en todo momento, incluso al matarme, me consideran como persona (por esa razón me evitan una muerte lenta. Siempre se asocia la electricidad con la rapidez, de ahí el uso frecuente de frases que relacionan la luz o los rayos con la velocidad y lo repentino; y es por eso que van a matarme con electricidad).
El funcionario cumple con su deber. Su deber es preguntarme si acepto que venga un cura a verme, para poder así reconciliarme con Dios antes de morir. No le digo que sí ni que no, no le digo nada, y el funcionario entiende, porque también eso ha de ser parte de su deber, que esa nada significa que no, que no me interesa que venga un cura a verme para así poder reconciliarme con Dios, que hasta tal punto la cuestión me deja indiferente, que ni siquiera me tomo la molestia de expresar mi negativa.
En ese caso, dice el funcionario, siempre con formas amables, no me queda más que consultar cuál es su última voluntad. Yo que fui, poco a poco, desprendiéndome de cada una de mis voluntades, yo que me deshice de toda voluntad para poder así sentarme a esperar que den las seis de la mañana y que amanezca, me encuentro de pronto con este funcionario que tiene el deber de preguntarme cuál es mi última voluntad, y descubro así, no sin sorpresa, que me queda, efectivamente, un deseo final, y advierto también, diré que con alegría, que ese deseo no podrá serme negado. Yo pensé que, como es común decir, estas cosas pasaban nada más que en las películas, pero lo cierto es que aquí han venido a preguntarme por mi voluntad, cuál es mi voluntad, una voluntad que, por ser la última, necesariamente va a cumplirse. Podría pedir una cena, un puro, una botella de champagne; tal vez hasta podría pedir una puta: conseguirme una que venga y sería como si yo no fuese a morir mañana, ha de ser también parte de los deberes del funcionario.
Sin embargo, mi deseo es otro: mi deseo es volver a ver a Lucía. Esa, le digo al funcionario, es mi última voluntad: ver otra vez a Lucía, antes de la ejecución. El funcionario saca, solícito, una libreta y una lapicera, y toma los datos (Lucía qué, domiciliada dónde, el teléfono cuál es). Es el pedido final de un condenado a muerte, y la última voluntad de los condenados a muerte ha de ser siempre concedida. Es decir que, aunque durante casi dos años Lucía, a veces altiva y a veces rencorosa, persistió en el rechazo de todo encuentro conmigo, esta noche, la víspera de mi ejecución, no podrá no venir.
¿Sólo verla? — me interroga el funcionario, la lapicera todavía encima de su pequeña libreta, como si también mi respuesta la tuviese que anotar. ¿Sólo verla?, sí — le digo yo —. Conversar con ella. De manera que ahora ya es otro el sentido de mi espera y de mi sensación del paso del tiempo. Desde ahora, desde el momento en que el funcionario, cumplida la primera parte de su deber, se despide con gentileza y se va, presuroso, a cumplir con la segunda, lo que espero no es tanto la temprana claridad del cielo, aunque eso va a llegar, irremediablemente, al fin y al cabo, sino el momento en el que otra vez se oiga ruido de pasos y de cerrojos abriéndose, y sea Lucía la que viene.
Ya no aguardo, como antes, sentado en el camastro, los pies colgando sin tocar el suelo, ni calmo ni inquieto. Ahora también yo, al igual que el guardia, ahí afuera, camino de un lado a otro. Yo dispongo, claro, de menos espacio para desplazarme: –si parto de la puerta de la celda, apoyando la espalda contra los barrotes, me bastan tres pasos para llegar hasta el inodoro despojado; si parto, en cambio, desde la pared, no alcanzo a dar tres pasos y estoy tocando el camastro. Lo mismo voy, con pasos largos, de un lado al otro, y ya no pienso en la mañana de mañana, sino en esta misma noche. Pienso en Lucía, que nunca quiso volver a verme y nunca quiso escuchar razones, pero que hoy vendrá porque esa es mi última voluntad de condenado a muerte. Llegará, musitará algo, se sentará en este borde del camastro, fumará; yo no voy a darle explicaciones: voy a sentarme a conversar con ella, porque mañana, a las seis de la mañana, me van a ejecutar, y no tengo otro deseo que ese.
¿Qué hora es? — le pregunto al guardia, y él, sin detenerse y sin mirarme, se fija en el reloj y dice que más de la una. Una y cinco, una y cuarto, no lo dice: dice más de la una, y entonces yo sé que faltan menos de cinco horas, algo menos de cinco horas, para que se cumpla con mi ejecución. Tal vez alguien se esté ocupando ya de algunos detalles técnicos, quién sabe; pero aunque falte menos tiempo, y no podría ser de otra manera, mi impresión es que ahora falta más, y no menos, para que den las seis.
Debo decir, para que no se crea que mi condición de condenado me es indiferente, que la idea de morir tan pronto no deja de apenarme. No es que tenga miedo del momento en que yo tiemble como un muñeco, atado a la silla, porque eso es cierto que dura poco y me imagino que todo debe acabar antes de que uno llegue a enterarse. Me apena morir tan pronto por las cosas que voy a perderme. Pero también ocurre, y lo uno no quita lo otro, que yo me había resignado a no volver a ver a Lucía y que también eso me tenía siempre amargado (sin esa amargura, no habría pasado lo que pasó). Ahora que sé que, por estar condenado a muerte, voy a volver a verla, me siento incluso feliz: me siento dichoso, si es que tengo derecho a decirlo, y la ansiedad de esperar a Lucía disminuye la angustia de la otra espera.
De pronto se oye el mismo timbre de antes, otra vez el guardia que acude e interroga, de nuevo suenan pasos y llaves en los cerrojos y puertas que se abren y se cierran. Yo estoy parado en el medio de mi celda, aunque la celda es tan pequeña que tal vez no pueda decirse que tenga bordes y tenga un centro. Miro hacia la puerta y no veo los barrotes, abro las manos, tenso, como si alguien estuviese a punto de darme algo.
Detrás del guardia, que se acerca lento, viene el doctor Valentinis. El doctor Valentinis es mi abogado defensor; yo, que deploro a los abogados en general, deploro en particular al doctor Valentinis y al modo en que se le junta saliva en la comisura de los labios cuando habla. Advierto la euforia del doctor Valentinis, la forma estúpida de su contentura: aprieta los puños, me abraza, me palmea, me dice: lo logré, lo logré. Yo lo miro con desprecio: deploro, una y mil veces, al doctor Valentinis; sueño a menudo con un mundo mejor, que no tenga abogados: un mundo aliviado, por ejemplo, del doctor Valentinis.
— ¿No entendés, pibe? — me dice, ufano, socarrón —. ¡Lo conseguí!
Detesto la jerga de los abogados, la detesto; es por eso que empiezo a golpear, como un loco, los barrotes de la celda, hasta que el guardia, presuroso ahora, viene a ver qué pasa, y entonces yo le exijo, con una firmeza que, por alguna razón, el guardia acata, que se lleve de aquí al doctor Valentinis: que lo saque de mi vista, le digo, apelando a la frase hecha, que se lo lleve, que se lo lleve muy lejos. No quiero saber nada con el doctor Valentinis, mi abogado defensor; no quiero oír esas buenas noticias que él cree traerme, no quiero oír esas noticias dichas con las palabras ásperas y grises que son propias de la jerga de los abogados: apelación, recurso, conmutación, perpetua.

lunes, 29 de enero de 2018

Fermin

Y así como así, un día Fermin (mi hijo) quiso subir un video a youtube, me parecio raro, Fermin es un niño bastante tímido, pero este fue su primer video, y hoy quiero compartirlo...

viernes, 5 de junio de 2015

El cerdito


La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

Juan Carlos Onetti.

viernes, 6 de febrero de 2015

Que va!

Dicen que las personas se conocen por algún motivo que deberán descubrir
dicen que las almas buscan volver a encontrarse con compañeras de aventuras pasadas
dicen que existe el amor, lo juran, lo firman, lo arrugan y lo tiran,
dicen que hay cosas que están prohibidas
dicen que eso no se puede, inventan reglas, culpas, inventan PODER...perder y ganar, inventan educación y reparten pobreza...
dicen que todos tenemos un destino marcado,
dicen que nosotros forjamos nuestros destinos,
dicen que Dios existe y te va a castigar,
dicen que la justicia es algo real,
dicen que el norte...
dicen que el sur...
dicen que no voy a ningún lado, inventan palabras y le ponen significados
dicen que sueñan, te dicen que soñar,
dicen que todo esta bien, (o era al revés?)
dicen que hoy voy a verte...
dicen que somos y estamos...
aun no descubro que soy, pero se que estoy...
y vos no llegas...

                                                               M. C.

y si! mientras esperaba a Emiliano!

No estás...

Porque cuando caminas...
porque cuando venís...
porque cuando te sentás...
porque cuando no estas, te pienso
porque te conocí...
y porque si, me gustas...
porque no tenias que estar...
porque era tu oblación estar...
porque me saludaste y te bese
porque tus ojos
porque tus manos
y en tus manos la idea,
y en mi cuerpo la obra
porque mi boca pronunciaba palabras
porque tus ojos me iluminaban
porque las sillas no son cómodas
porque el pasado es INNEGABLE
porque tus manos (amor)
llenas de censura en forma de anillo
te limitaban
porque mi fobia te acercaba
y porque todo tiene un fin
jugaste a verme, porque jugué a quererte...y
porque no dijiste nada
porque no dije nada...esta noche vuelvo a preguntarme
¿por que?
porque existís para mi,
porque en mi fantasía existo para vos.

                                             M. C.

Casi de modo normal...para Emiliano.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Grande Darío...


La pregunta que da título a este libro es la primera de una serie que se abre a lo largo de sus páginas. Porque, ¿quién dijo que debería servir para algo? Si buscamos una primera respuesta en la definición misma de la palabra la filosofía como amor al saber, antes debemos también elegir entre dos alternativas: ¿se trata de buscar el saber y alegrarnos cuando creemos haberlo encontrado o de aceptar que no vamos a encontrar lo que estamos buscando?

 


La historia de la filosofía occidental está estructurada sobre la base de un pensamiento de opuestos que necesitó de ciertos conceptos para decir lo suyo: el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el ser y la nada, lo útil y lo inútil Según esta lógica, la filosofía no vendría a servir para nada. ¿Pero y si, como propusieron los filósofos contemporáneos, fuera posible salir de esa dicotomía?
Es en esta grieta donde se sitúa Darío Sztajnszrajber para demostrar que la filosofía no es más que una manera de pensar. De los presocráticos a Derrida y de Platón a Heidegger, el autor sigue la pista del crujido que escuchamos cuando sentimos que las cosas tal vez no sean como creíamos que eran.
Contra el método y cualquier tipo de sistema, y en un afán por devolverle a la filosofía su espíritu original, ¿Para qué sirve la filosofía? (Pequeño tratado sobre la demolición), el primer libro de Darío Sztajnszrajber, recorre la historia de la filosofía demoliendo ideas, hoteles y nuestra propia vida, tras una respuesta que quizá no exista.” (contratapa)

domingo, 29 de septiembre de 2013

Cartas marcadas (un lindo tanguito)

         Sombra
que oscurece la ilusión
         Pena
que se llama igual que vos.
 Viento del presentimiento
 que ya es un lamento
por lo que vendrá.
         Miedo
del que no puede soñar
sin adivinar
que al final vendrá el dolor.
 
Me llevan rumbo al fracaso
huellas que nacieron antes que mis pasos.
Al fin es cada esperanza
sombra fugitiva que nunca se alcanza.
 
Buscar, soñar, volver a golpear
la puerta negada que no se abrirá.
Jugar con cartas marcadas,
trampas de la nada, mi vida y mi amor.
 
         Mano
que sostiene tu puñal.
         Copas
que brindan por mi final.
Vanas sombras de un espejo
que sólo es reflejo de otra voluntad.
 
         Miedo
de sentir la humillación
de que mi dolor
venga de otro corazón.
 
Me llevan rumbo al fracaso
huellas que nacieron antes que mis pasos.
Al fin es cada esperanza
sombra fugitiva
que nunca se alcanza.
 
Buscar, soñar, volver a golpear
la puerta negada que no se abrirá.
Jugar con cartas marcadas,
trampas de la nada, mi vida y mi amor.
 
                                                                                       Alejandro Dolina