sábado, 3 de febrero de 2018

De mi estimado Marin Kohan

UNA PENA EXTRAORDINARIA


Mañana, al amanecer, voy a ser ejecutado. Aquí, para peor, consideran que el primer albor que comienza a verse en el horizonte es ya el amanecer, sin que haga falta esperar a que el sol aparezca en el cielo. Por eso, presumo, establecieron las seis en punto de la mañana como hora exacta para proceder a mi ejecución: a esa hora (estamos en mayo) no va a ser cabalmente de día; más bien va a estar, como se suele decir, clareando. Para cuando sea de día. cabalmente de día. yo voy a estar muerto.
Nadie dice, desde luego, que mañana, al amanecer, me van a matar. Dicen, a veces, que me van a ajusticiar (es decir, que me van a aplicar la justicia; pero también a quien es declarado inocente, siempre y cuando lo sea y no se valga de un falso ardid para parecerlo, se le aplica la justicia, y pese a ello, no se dice de él que lo ajusticien). Lo que casi siempre dicen, como yo lo he dicho recién, es que me van a ejecutar, y lo que me gusta de la expresión (de la expresión, no del hecho) es que cuando se habla de una cosa, no de una persona, cuando se dice que hay que ejecutar algo, y no a alguien, la idea es la de hacer esa cosa: crearla o concretarla. Aplicada a mí, en este caso, la palabra adquiere el sentido exactamente contrario.
En una celda estrecha y banal, una celda que no es ni siquiera aquella en la que pasé los meses que demoró mi proceso y que llegó a tener, inesperadamente, algo que ver conmigo, no hago otra cosa que esperar que el tiempo pase. Estoy sentado en el camastro de metal, fumando; a través de los barrotes y del cerrojo veo al guardián ir y venir. No tengo ganas de hacer nada. Dentro de seis horas voy a ser ejecutado (acaban de dar las doce: hoy ya es el día de mi muerte). Lo más extraño de todo es la forma en que se ha transformado mi noción de futuro. Podría tratar de dormir, pero me parece inútil hacer algún esfuerzo por dormir cuando dentro de un rato voy a entrar en lo que la expresión vulgar, e incierta, denomina el sueño eterno. Podría tratar de leer algo, pero tendría que ser algo breve: si empezara a leer una novela ahora, no llegaría a terminarla.
De manera que estoy aquí, en la celda, recostado contra la pared, los pies colgando, sin hacer nada. Espero y dejo que el tiempo pase, pero la verdad es que no podría no esperar (para no esperar tendría que suicidarme, pero son ellos, y no yo, los que deben encargarse de la ejecución), ni podría tampoco evitar que el tiempo pase. Fumo, eso sí, y veo pasar al guardia, de un lado para el otro, por delante de la puerta de mi celda: primero nada, después su sombra, después él, después su sombra, después nada; y después lo mismo, de nuevo, pero desde el otro lado.
Mi guardia, el que ahora es mi guardia, mañana, al amanecer, es decir dentro de seis horas, va a ser probablemente mi verdugo (considero verdugos a los que me van a llevar hasta la cámara, me van a hacer pasar, me van a hacer sentar en una silla, me van a atar las muñecas y los tobillos con poderosas correas, me van a palmear, van a salir de la cámara y van a cerrar con toda firmeza una puerta gruesa e indudable: esos serán, para mí, mis verdugos, y no el que se ocupe de bajar la palanquita para que la corriente me atraviese). Este guardia, como toca a todo guardia, ahora me vigila, me custodia: vela por mí. Mañana, sin dejar de ser mi guardia, va a convertirse también en mi verdugo, y con el mismo aire sereno e indiferente con el que ahora me cuida, mañana me va a matar.
Siento un poco de frío y me cubro las piernas con una manta gris que hay a los pies del camastro (nadie podría suponer que un trapo tan corto vaya a servirle a alguien que quiera taparse con él para echarse a dormir). Lo único que se oye es el tintineo de las llaves que cuelgan, como es propio de todo carcelero, de la cintura del guardia; sus pasos, en cambio, son silenciosos, probablemente tenga suelas de goma y sea eso lo que da la impresión de que algo falta a su taconeo enérgico y regular. Camina con las manos cruzadas detrás de la espalda, como si estuviese reflexionando sobre algo, cosa que dudo; sabe que lo miro cada vez que pasa por delante de la puerta de barrotes, pero él nunca me mira a mí. Debe creer que, si me mira, voy a hablarle, que algo voy a decirle, y entonces él tendría que contestarme o dejarme sin respuesta, y como mañana, cuando salga el sol, yo ya voy a estar muerto, mi guardia seguramente preferirá no haber estado conversando conmigo; pero tampoco se sentiría bien, y de ahí su ajenidad, dejando sin respuesta a un muerto inminente como yo. Entonces va y viene sin hablarme y sin mirarme, para que tampoco yo le hable, y si en algún momento piensa en mí, ha de sentir deseos de que de una vez por todas empiece a amanecer.
Hasta entonces, sólo queda esperar, y nadie supone que vaya a pasar nada. Algo pasa, sin embargo: de pronto suena un timbre. Mi guardia le avisa a otro, a quien yo no alcanzo a ver, y ese otro habla por un teléfono o un intercomunicador o lo que sea. Oigo palabras sueltas de su voz confusa y distante. Pasa un rato y mi guardia se aparta de la línea monótona de su deambular; ahora sí se oyen pasos, y otra vez ruido de llaves, pero no el tintineo de las llaves que cuelgan y chocan entre sí, sino el chirrido que hacen cuando abren y cierran puertas.
Es un funcionario: viene a verme. Entra en la celda, por lo que mi guardia, en lugar de retomar su ir y venir, se queda plantado frente a la puerta (mira al piso: es su forma de vigilar la escena en general, sin que parezca que se inmiscuye en la tarea del funcionario). El funcionario me da la mano, me dice su nombre, me pregunta como estoy. La mano se la doy floja, su nombre lo olvido y a la pregunta, por absurda, la paso por alto. Pero es evidente que no hay nada que pueda quebrantar su amabilidad a ultranza: es parte de la política de humanización de las ejecuciones. Quieren demostrar que en todo momento, incluso al matarme, me consideran como persona (por esa razón me evitan una muerte lenta. Siempre se asocia la electricidad con la rapidez, de ahí el uso frecuente de frases que relacionan la luz o los rayos con la velocidad y lo repentino; y es por eso que van a matarme con electricidad).
El funcionario cumple con su deber. Su deber es preguntarme si acepto que venga un cura a verme, para poder así reconciliarme con Dios antes de morir. No le digo que sí ni que no, no le digo nada, y el funcionario entiende, porque también eso ha de ser parte de su deber, que esa nada significa que no, que no me interesa que venga un cura a verme para así poder reconciliarme con Dios, que hasta tal punto la cuestión me deja indiferente, que ni siquiera me tomo la molestia de expresar mi negativa.
En ese caso, dice el funcionario, siempre con formas amables, no me queda más que consultar cuál es su última voluntad. Yo que fui, poco a poco, desprendiéndome de cada una de mis voluntades, yo que me deshice de toda voluntad para poder así sentarme a esperar que den las seis de la mañana y que amanezca, me encuentro de pronto con este funcionario que tiene el deber de preguntarme cuál es mi última voluntad, y descubro así, no sin sorpresa, que me queda, efectivamente, un deseo final, y advierto también, diré que con alegría, que ese deseo no podrá serme negado. Yo pensé que, como es común decir, estas cosas pasaban nada más que en las películas, pero lo cierto es que aquí han venido a preguntarme por mi voluntad, cuál es mi voluntad, una voluntad que, por ser la última, necesariamente va a cumplirse. Podría pedir una cena, un puro, una botella de champagne; tal vez hasta podría pedir una puta: conseguirme una que venga y sería como si yo no fuese a morir mañana, ha de ser también parte de los deberes del funcionario.
Sin embargo, mi deseo es otro: mi deseo es volver a ver a Lucía. Esa, le digo al funcionario, es mi última voluntad: ver otra vez a Lucía, antes de la ejecución. El funcionario saca, solícito, una libreta y una lapicera, y toma los datos (Lucía qué, domiciliada dónde, el teléfono cuál es). Es el pedido final de un condenado a muerte, y la última voluntad de los condenados a muerte ha de ser siempre concedida. Es decir que, aunque durante casi dos años Lucía, a veces altiva y a veces rencorosa, persistió en el rechazo de todo encuentro conmigo, esta noche, la víspera de mi ejecución, no podrá no venir.
¿Sólo verla? — me interroga el funcionario, la lapicera todavía encima de su pequeña libreta, como si también mi respuesta la tuviese que anotar. ¿Sólo verla?, sí — le digo yo —. Conversar con ella. De manera que ahora ya es otro el sentido de mi espera y de mi sensación del paso del tiempo. Desde ahora, desde el momento en que el funcionario, cumplida la primera parte de su deber, se despide con gentileza y se va, presuroso, a cumplir con la segunda, lo que espero no es tanto la temprana claridad del cielo, aunque eso va a llegar, irremediablemente, al fin y al cabo, sino el momento en el que otra vez se oiga ruido de pasos y de cerrojos abriéndose, y sea Lucía la que viene.
Ya no aguardo, como antes, sentado en el camastro, los pies colgando sin tocar el suelo, ni calmo ni inquieto. Ahora también yo, al igual que el guardia, ahí afuera, camino de un lado a otro. Yo dispongo, claro, de menos espacio para desplazarme: –si parto de la puerta de la celda, apoyando la espalda contra los barrotes, me bastan tres pasos para llegar hasta el inodoro despojado; si parto, en cambio, desde la pared, no alcanzo a dar tres pasos y estoy tocando el camastro. Lo mismo voy, con pasos largos, de un lado al otro, y ya no pienso en la mañana de mañana, sino en esta misma noche. Pienso en Lucía, que nunca quiso volver a verme y nunca quiso escuchar razones, pero que hoy vendrá porque esa es mi última voluntad de condenado a muerte. Llegará, musitará algo, se sentará en este borde del camastro, fumará; yo no voy a darle explicaciones: voy a sentarme a conversar con ella, porque mañana, a las seis de la mañana, me van a ejecutar, y no tengo otro deseo que ese.
¿Qué hora es? — le pregunto al guardia, y él, sin detenerse y sin mirarme, se fija en el reloj y dice que más de la una. Una y cinco, una y cuarto, no lo dice: dice más de la una, y entonces yo sé que faltan menos de cinco horas, algo menos de cinco horas, para que se cumpla con mi ejecución. Tal vez alguien se esté ocupando ya de algunos detalles técnicos, quién sabe; pero aunque falte menos tiempo, y no podría ser de otra manera, mi impresión es que ahora falta más, y no menos, para que den las seis.
Debo decir, para que no se crea que mi condición de condenado me es indiferente, que la idea de morir tan pronto no deja de apenarme. No es que tenga miedo del momento en que yo tiemble como un muñeco, atado a la silla, porque eso es cierto que dura poco y me imagino que todo debe acabar antes de que uno llegue a enterarse. Me apena morir tan pronto por las cosas que voy a perderme. Pero también ocurre, y lo uno no quita lo otro, que yo me había resignado a no volver a ver a Lucía y que también eso me tenía siempre amargado (sin esa amargura, no habría pasado lo que pasó). Ahora que sé que, por estar condenado a muerte, voy a volver a verla, me siento incluso feliz: me siento dichoso, si es que tengo derecho a decirlo, y la ansiedad de esperar a Lucía disminuye la angustia de la otra espera.
De pronto se oye el mismo timbre de antes, otra vez el guardia que acude e interroga, de nuevo suenan pasos y llaves en los cerrojos y puertas que se abren y se cierran. Yo estoy parado en el medio de mi celda, aunque la celda es tan pequeña que tal vez no pueda decirse que tenga bordes y tenga un centro. Miro hacia la puerta y no veo los barrotes, abro las manos, tenso, como si alguien estuviese a punto de darme algo.
Detrás del guardia, que se acerca lento, viene el doctor Valentinis. El doctor Valentinis es mi abogado defensor; yo, que deploro a los abogados en general, deploro en particular al doctor Valentinis y al modo en que se le junta saliva en la comisura de los labios cuando habla. Advierto la euforia del doctor Valentinis, la forma estúpida de su contentura: aprieta los puños, me abraza, me palmea, me dice: lo logré, lo logré. Yo lo miro con desprecio: deploro, una y mil veces, al doctor Valentinis; sueño a menudo con un mundo mejor, que no tenga abogados: un mundo aliviado, por ejemplo, del doctor Valentinis.
— ¿No entendés, pibe? — me dice, ufano, socarrón —. ¡Lo conseguí!
Detesto la jerga de los abogados, la detesto; es por eso que empiezo a golpear, como un loco, los barrotes de la celda, hasta que el guardia, presuroso ahora, viene a ver qué pasa, y entonces yo le exijo, con una firmeza que, por alguna razón, el guardia acata, que se lleve de aquí al doctor Valentinis: que lo saque de mi vista, le digo, apelando a la frase hecha, que se lo lleve, que se lo lleve muy lejos. No quiero saber nada con el doctor Valentinis, mi abogado defensor; no quiero oír esas buenas noticias que él cree traerme, no quiero oír esas noticias dichas con las palabras ásperas y grises que son propias de la jerga de los abogados: apelación, recurso, conmutación, perpetua.

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